JOSÉ LUIS DE ZÁRRAGA
Sociólogo
Ilustración por Federico Yankelevich
 Sociólogo
Ilustración por Federico Yankelevich
Es la medida  menos dura de las que podía haber tomado”, parece que dijo Zapatero  cuando la anunció. Quizá la menos dura –a saber qué otras medidas le  habrán pedido–, pero sin duda la más significativa.
 La medida se presenta como “un mensaje  claro a los mercados” y respondería a una exigencia de estos, “para  calmarlos”. Es lo mismo que se ha dicho con cada medida antipopular, sin  que de ellas se siguiese calma alguna, sino el fortalecimiento y la  exacerbación de las exigencias de los mercados. A diferencia de las  reformas laborales y los recortes en las prestaciones sociales, la  introducción en las constituciones de una limitación futura de los  déficits públicos carece de consecuencias económicas a corto y medio  plazo, que es donde se mueven los mercados. Hasta dentro de ocho años no  empezaría a obligar a los gobiernos y es imposible anticipar cuál será  entonces la situación y, sobre todo, la correlación de fuerzas que harán  que esa declaración se aplique, se modifique o se derogue.
 La estabilidad presupuestaria es un  principio general asumido por los países de la zona euro en el Pacto de  Estabilidad de 1997, en el que se fijaba también un límite del 3% al  déficit público. Ahora se reclama elevar a las constituciones ese  principio, modificado y reiteradamente incumplido durante estos años,  pero vigente hasta hoy. ¿Por qué esa exigencia y qué se pretende con  ella?
 La reforma constitucional es una decisión social del máximo rango que sitúa la cuestión en el terreno de los principios, por encima de las leyes y las políticas. Que en este momento preciso, en esta coyuntura de crisis, se pretenda elevar la limitación del déficit a ese rango es muy significativo.
Desde que la crisis ha entrado en su  segunda fase, tras el rescate del sistema bancario, se enfrentan en  política económica dos posiciones: una partidaria de reactivar la  economía con inversiones públicas estratégicas, aunque ello implique  asumir déficits presupuestarios, y otra partidaria de reducir el  endeudamiento y recortar drásticamente el gasto público, aun a riesgo de  provocar una larga recesión. La primera es defendida por economistas  keynesianos y políticos progresistas; la segunda, por neoliberales y  conservadores.
 Esas posiciones se enmarcan en una  polémica más general sobre la relación entre política y economía, el  papel del Estado y la intervención pública en la economía. Para  la ideología neoliberal, el Estado debe gastar lo mínimo indispensable  para asegurar las condiciones de reproducción del sistema y no debe  interferir en su dinámica porque este se autorregula.
 El endeudamiento público sólo tiene  sentido si el Estado ha de intervenir en la economía y mantener el nivel  de los servicios a los ciudadanos. Las inversiones contracíclicas y el  mantenimiento del Estado del bienestar en las coyunturas en que su  financiación ordinaria es insuficiente pueden requerir endeudamiento. Para  los progresistas, es un instrumento legítimo, incluso esencial, de la  política económica. Para los conservadores, es ilegítimo, porque  rechazan la intervención del Estado en la economía y son siempre  partidarios de recortar el gasto social si escasean los recursos.
 La sostenibilidad fiscal es un requisito a  largo plazo de la economía pública. Es una obviedad que, dentro de sus  límites, ninguna sociedad, cualquiera que sea su sistema económico,  puede indefinidamente consumir más de lo que produce. Tal cosa sólo es  posible drenando los recursos de otras sociedades, lo que sólo logrará  mientras ejerza un dominio imperial sobre ellas, como es el caso de  Estados Unidos durante las últimas décadas. A largo plazo, los estados  –cualquiera que sea su régimen político– no pueden gastar, en términos  reales, más de lo que ingresan de su sociedad; para gastar más tendrán  que ingresar más, sea porque la economía social se expanda, sea porque  aumente la carga tributaria impuesta a los ciudadanos. Esto no excluye,  sin embargo, los desequilibrios y el endeudamiento en el corto y medio  plazo, en el que han de actuar las políticas económicas.
 Pero no nos dejemos confundir. No se discute si el Estado debe equilibrar ingresos y gastos, si debe o no haber déficits y superávits en las cuentas públicas, en qué condiciones y qué ha de hacerse con ellos. Esta no es ya una discusión de política económica, que sólo tendría sentido en relación con la coyuntura y en la perspectiva del ciclo. Cuando una cuestión técnica como esta se eleva a la categoría de principio, se entra en el terreno de la ideología.
¿Qué significado tiene una declaración  constitucional como la que se pide? No tiene un significado económico,  ni siquiera en relación con los mercados de deuda pública. Tiene un  significado ideológico fundamental: es una confesión de fe. Como al  hereje ante la hoguera de la inquisición, se exige a gobiernos y países  que abjuren de sus ídolos y reconozcan que el único dios es el mercado,  que a él nos debemos y hemos de someter nuestra voluntad.
 Con muchas de las medidas adoptadas en  estos últimos años, los estados se han sometido a los mercados; lo que  hay de nuevo en esta exigencia no son sus consecuencias prácticas –mucho  más remotas e inconcretas que aquellas medidas–, sino que representa el  acto de sometimiento mismo, la ceremonia de la sumisión. No se trata ya  de forzar a los gobiernos a hacer una política neoliberal –que ya la  hacen–, sino de que hagan confesión pública de neoliberalismo.
 La crisis está siendo la oportunidad  histórica para el afianzamiento de la ideología neoliberal. Reformar las  Constituciones para introducir en ellas el principio de estabilidad  presupuestaria y la limitación del déficit público no es una medida de  racionalidad económica, sino un acto político. Y no lo exigen los  mercados, lo exigen quienes, como Merkel, representan hoy, en el ámbito  político, la ideología y los intereses del capital financiero  internacional.
 


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