¿Universidades públicas o privadas? Noam Chomsky y las aristas del conflicto educativo
Hace pocos días Noam Chomsky, el renombrado  lingüista del MIT, examinó durante una plática en la Universidad de  Toronto el dilema entre el financiamiento público o privado para las  universidades y los muchos intereses que intervienen en este conflicto.
Las recientes protestas estudiantiles en  Chile (y antes las de Inglaterra e Italia) nos obligan a preguntarnos  por la función que el Estado está obligado a cumplir en esa área tan  importante para el bienestar común que es la educación. En los últimos  años y como resultado de la adopción de políticas que privilegian a las  élites acaudaladas, gobiernos en distintas partes del mundo han  intentado “aliviar” al sector público de la supuesta carga que  representan las universidades, nivel de la formación académica que  aparentemente consideran oneroso y superfluo y, sobre todo, de  inconveniente subvención pública. Para estos nuevos gobernantes quien  quiera su título universitario debe pagarlo íntegramente de su propio  bolsillo.
Sin embargo, sabemos bien que la  educación universitaria se ha convertido en un lucrativo coto  prácticamente inaccesible para las clases medias —a menos que pidan  ayuda al chacal y se sirvan de créditos bancarios. Contradictoriamente,  todos esos jóvenes que buscan continuar su formación han cumplido ya con  todos los niveles anteriores, no son unos advenedizos y muchas veces  son también resultado del esfuerzo familiar o incluso generacional que  en ellos parece tener un primer triunfo. ¿Qué hacer cuando la  universidad les cierra las puertas o las abre solo a cambio de que  hipotequen los siguientes 20 o 30 años de su vida?
Hace pocos días el afamado lingüista y  activista intelectual Noam Chomsky, académico del MIT, ofreció una  plática en la Universidad de Toronto en Scarborough donde examinó este  problema.
Entre otras cosas Chomsky destacó el  hecho de que la privatización de la universidad pública «significa la  privatización para los ricos [y] un nivel más bajo de formación más bien  técnica para el resto». En Estados Unidos la tendencia es que las  universidades públicas reciban cada vez más ingresos por la matrícula  estudiantil y menos por la contribución del Estado, con lo cual,  eventualmente, solo los “community colleges” —«el nivel más bajo del  sistema»— recibirán dinero público para su manutención. Y quizá al final  ni siquiera estos.
Sin embargo, como bien hace notar Chomsky, este no es un asunto económico, sino político y de control social. Chomsky suscribió el análisis en el que Doug Henwood,  especialista en economía, asegura que para volver completamente  gratuita la educación superior en Estados Unidos bastaría con destinar a  las universidades menos del 2% del Producto Interno Bruto del país —lo  equivalente a casi un tercio de los ingresos que perciben los 10,000  hogares más ricos en EEUU, tres meses de gastos del Pentágono o poco  menos de cuatro meses de costos administrativos del sistema de salud  privado.
¿Entonces? ¿Por qué no se implementa la  gratuidad en las universidades? ¿Por qué con esos niveles de riqueza y  gasto público en otros rubros contra el bajo monto que requeriría la  educación gratuita esta se deja de lado e incluso se le intenta  desaparecer?
Si tomamos en cuenta que gastos como el  militar o el de la salud enriquecen a unos cuantos de por sí  enriquecidos y la educación es un asunto de mayorías, las anteriores  interrogantes se aclaran un poco: «En una democracia en que las  elecciones son esencialmente compradas por las concentraciones de  capital privado, no importa lo que el público quiere. De hecho, el  público ha estado a favor de que aquello durante mucho tiempo, pero  todos ellos son irrelevantes en una democracia correctamente  administrada».
La investigación efectuada en las  universidades, nos dice Chomsky, corre una suerte parecida. Si se deja  de desarrollar tecnología en las universidades, se tiende a la división  de la sociedad en dos estratos clara e implacablemente diferenciados,  caracterizados por la «concentración muy limitada de la riqueza y el  estancamiento para casi todo el resto».
Paradójicamente, esta intención de  rescindir al Estado de sus obligaciones para con la educación solo mina  la capacidad de Estados Unidos como potencia ahora que la llamada  “economía de alta tecnología” se basa, sobre todo, en mano de obra  calificada e innovación creativa. Pero, a decir de Chomsky, pareciera  que en los últimos años «hemos entrado en una nueva etapa del  capitalismo de Estado en la que el futuro no importa tanto. Las  ganancias provienen cada vez más de manipulaciones financieras. Las  políticas corporativas están orientadas hacia el beneficio a corto  plazo, reduciendo la preocupación por la fidelidad a una empresa para un  período largo».
Si estos planes se cumplen en su  totalidad y el Estado deja de financiar la educación superior, sin duda  las universidades corren un grave peligro, al menos el modelo  tradicional de las universidades como «instituciones parasitarias que no  producen bienes con fines de lucro». Y si bien el financiamiento  estatal parece, de inicio, abrir una fisura por la cual el poder del  gobierno dirija y coarte la libertad de cátedra o investigación, lo  cierto es que al menos en las década de 1960 y 1970, cuando el Pentágono  invertía cantidades considerables de dinero en las universidades,  pesquisas posteriores revelaron que su intromisión era prácticamente  nula.
En años recientes, sin embargo, la  inversión militar en las universidades estadounidenses poco a poco ha  sido desplazada por la de instituciones de salud ligadas todavía al  Estado. Según Chomsky, esto no es sino un efecto de la economía  contemporánea. Antes, en los 50s y los 60s, «el Pentágono fue una vía  natural para robar el dinero de los contribuyentes, haciéndoles creer  que así los protegían de los rusos o de cualquiera, y dirigirlo en  cambio a las ganancias de las corporaciones». Ahora la economía «se basa  cada vez más en la biología. Por lo tanto, la financiación está  cambiando»: ingeniería genética, biotecnología, farmacéutica. Sin tener  un análisis serio que lo respalde, este cambio en los patrones de  financiamiento parece confirmar lo que Chomsky asegura sobre la nueva  característica del capitalismo que impera últimamente, la que mira poco o  nada por el futuro y se preocupa solo por la ganancia inmediata: a  diferencia de la perspectiva del Pentágonos hace cincuenta años, las  actuales inversiones provenientes del sector salud para la investigación  biológica privilegian «la investigación aplicada y menos la exploración  de lo que podría llegar a ser interesante e importante en el futuro».  Recordemos que, en cierta forma, el dinero del Pentágono puesto en las  universidades estadounidenses hizo posible las computadoras, Internet y  la llamada “revolución tecnológica”, un poco sin que nada de eso fuera  su propósito central.
Sin duda el dilema entre el  financiamiento público y el privado genera a su vez otras contrariedades  y dudosos beneficios. Mayor reserva en las investigaciones y sus  resultados, amenazas a la independencia y libertad de la actividad  académica y la integridad de la institución financiada, la paulatina  conversión de la universidad en una corporación supeditada a los  criterios de la eficacia que no necesariamente son válidos al interior  de la vida universitaria —a propósito de esto último Chomsky imagina el  siguiente escenario: supongamos que quitamos a los profesores de tiempo  completo y ponemos en su lugar estudiantes de posgrado: una buena medida  para el presupuesto de la universidad, pero con costos significativos  difícilmente mesurables en términos, sobre todo, de calidad educativa,  mismos que terminan absorbiendo los estudiantes y al final la sociedad  entera.
En efecto: ¿cómo medir el impacto y las  consecuencias humanas y sociales de que las escuelas dejen de ser tales  para convertirse en instalaciones productoras de mercancías para el  mercado laboral? «Generar pensamiento creativo e independiente y  creencias críticas y desafiantes, explorar nuevos horizontes y olvidar  la restricciones externas. Todo eso es un ideal que sin duda se ha  revelado deficiente en la práctica, pero en la medida en que se  desarrolló dio cuenta del nivel de civilización alcanzado».
Chomsky, como vemos, está lejos de  solucionar el problema. Su análisis deja más preguntas que respuestas —y  quizá esto sea buena señal. Nadie, a solas, podría ser árbitro en esta  arena de la educación en la que intervienen tantos oponentes y alguno  que otro aliado. En nuestro tiempo el dilema entre el financiamiento  público o privado para las universidades se complica todavía más si  consideramos, como lo hace Chomsky, que «se trata de dos fuentes que no  son fáciles de distinguir debido al control que intereses privados  tienen sobre el Estado».
 
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