Sonrisas de Bombay

miércoles, 3 de agosto de 2011

Diez años después de la contracumbre de Génova...

Recuperamos un viejo texto de 2002...

Piazza Carlo Giuliani, ragazzo (1)
Amador Fernández-Savater, marzo de 2002.

No voy a hacer una reflexión de arquitecto o de urbanista, para la que me faltan todos los recursos del mundo, sino una reflexión política en el sentido más elevado del término: la gestión común de lo común.
Esta perspectiva permite una crítica de la geografía política, podríamos decir modificando el subtítulo de la famosa obra de Marx, esto es, una consideración del espacio urbano no como algo neutral o inocente, sino como base y expresión de proyectos de vida y escenario de conflicto entre proyectos opuestos. El espacio urbano, a nadie se le escapará, no es algo esencialmente instrumental, funcional, dispuesto para la reproducción de necesidades humanas básicas o para una circulación óptima, sino que está compuesto por ejemplo de símbolos, representación de instituciones sociales que exceden la dimensión social de pura supervivencia. Las formas de disposición del espacio urbano expresan o materializan las tendencias generales de la sociedad que la habita. Incluso las calles de las sociedades que han depurado mejor su función simbólica y han sometido mejor el espacio a las exigencias de la pura instrumentalidad (esto es, en cierto sentido, nuestras sociedades) son simbólicas en el sentido siguiente: expresan y materializan el dominio de la economía sobre todos los demás aspectos de lo social.
Una vez planteadas estas “banalidades de base”, quisiera invitaros a pasear conmigo durante un rato por la ciudad de Génova durante los días 19, 20 y 21 del pasado julio, los tres días que duró la cumbre del G-8 y las protestas de decenas de miles de personas contra los “poderosos de la tierra”. Quisiera que tomáramos Génova como una metáfora que ilumina nuestro mundo, nuestras ciudades, como el París de Hausmann sirvió para iluminar el siglo XIX, una metáfora que echa luz sobre algunos aspectos de la realidad, sobre distintas concepciones de la vida social y, por tanto, de las ciudades como órdenes de habitabilidad del ser humano.
El pensador Cornelius Castoriadis decía siempre que la modernidad está atravesada muy centralmente por el combate permanente, y la contaminación recíproca, entre dos proyectos políticos que atañen a la totalidad de los existente: el proyecto de autonomía individual y colectiva, el proyecto de realizar efectivamente la democracia, y el proyecto capitalista de someter todos los ámbitos de la existencia humana a la rentabilidad económica. La ciudad ha contemplado durante siglos este combate y se ha transformado en y por él. Recordemos por ejemplo los barrios obreros, las ciudades-dormitorio: expresión privilegiada de la pura desnudez, espacios homogéneos, neutralizados simbólicamente, hileras de bloques idénticos una tras otra, calles que atraviesan los bloques designados por números (1, 2, 3...). Y recordemos ahora en qué se convertían esos barrios en y por las luchas vecinales, preocupadas en primer lugar por los aspectos más ligados a la reproducción social (vivienda, salud, educación, etc.): los espacios construidos para el aislamiento se desviaban de su función primera y se convertían en lugares de encuentro, los números que daban nombre a las calles se cambiaban por referencias a las luchas (“plaza de los mil delegados”, por ejemplo, o nombres de vecinos asesinados por la policía, como en el caso de Orcasitas, etc.), el espacio desnudo se convertía en un espacio humano con sentido (2).
Esos barrios revelan bien los dos polos extremos del conflicto antes mencionado: la sumisión de todos los aspectos de lo social a la rentabilidad económica y el consiguiente trato a los seres humanos como pura fuerza de trabajo, como animales en cierto sentido (conejeras se llaman muchas veces a esos bloques), y la transformación de las ciudades en espacios habitables, de encuentro y recuerdo, configuraciones colectivas de identidad en transformación constante.
En ese segundo sentido, Richard Sennett dice que “las ciudades son capaces de hacer de nosotros seres humanos más complejos. Una ciudad es un lugar donde las personas aprenden a vivir con desconocidos, a compartir experiencias y centros de interés no familiares”.
Ya la polis, forma sociopolítica griega, se distingue principalmente por su carácter urbano. Frente la mera yuxtaposición de familias y espacios privados que conformaba una aldea, la ciudad era ante todo el lugar de reunión de la comunidad de ciudadanos en asamblea, expresión del poder colectivo. A diferencia de las ciudades-estado orientales, el centro de poder no residía en el templo o el palacio, lugares oscuros, impenetrables, privados, sino en el espacio público del ágora.
Todo esto nos permite calificar el experimento político y urbano que se desarrolló en Génova el julio pasado como un “urbicidio”, como ha dicho Bogdan Bogdanovic refiriéndose a Sarajevo; y por las mismas razones. En efecto, Génova era esos días una ciudad blindada, fragmentada, vaciada y paralizada. Dividida en tres zonas: la zona roja donde la circulación estaba prohibida, la zona amarilla donde estaba simplemente restringida por los controles policiales y una zona de libre tránsito. Los habitantes de la zona roja fueron directamente expulsados de sus hogares o bien obligados a recorridos inverosímiles para hacer trayectos ordinarios. Como ha escrito Agostino Petrillo, un habitante italiano de la zona roja, en un texto magnífico del que nos aprovechamos mucho aquí (3), la ciudad se volvió impracticable, el conocimiento espontáneo e inmediato que se poseía sobre ella, algo extraño, lo accesible, remoto. La ciudad se volvió un espacio imposible de habitar como lugar de encuentro, de discusión, de sociabilidad. Los confines se volvieron fronteras y a las fronteras les crecieron alambradas.
Mucha gente tuvo por unos días o unas horas la experiencia imprescindible del exilio, tal y como la relatan otros exiliados de oficio como Jean Améry (2001): desorientación, extrañeza, inestabilidad, indefensión, inseguridad, etc. La desnudez, como ocurría en los barrios obreros. La desolación, esto es, la privación de suelo. Pero también la dimensión liberadora que puede venir con el exilio, como describe igualmente Améry: la posibilidad de ver las cosas desde la otra orilla, la apertura que conlleva la no pertenencia a ninguna forma de inercia cultural que capture nuestra percepción y la estereotipe.
En definitiva, Génova era una ciudad en guerra. Un anticipo de lo que había de venir después. ¿Acaso no han decretado las élites imperiales una guerra global permanente después del 11 de septiembre como supuesto único modo de salvaguardar la “seguridad” mundial, aunque todos sepamos que se trata de la única “solución” que han encontrado a los gravísimos problemas de ingobernabilidad que atraviesan el mundo como manchas sobre la piel de un leopardo, el único modo que tienen de recuperar cierta legitimidad en medio del descrédito general propiciado entre otras muchas cosas por la acción política del mal llamado “movimiento antiglobalización”? (4) ¿No enseña algo Génova, pues, sobre cómo serán las ciudades en esta “extraña guerra” que ha comenzado, ahora de modo explícito, como por otro lado ya lo habían hecho estudios sobre otras capitales del futuro, como el de Mike Davis sobre Los Ángeles?
En esta guerra global, el territorio es muy importante: la geografía, los lugares, la historia, las mentalidades. Hay que situar todo esto en el centro y no analizar el espacio global como si fuera plano, sin coordenadas temporales, sin gente, etc. Hablar de Génova es hacer todo lo contrario, pues se trata de una ciudad anómala, profundamente histórica, austera, vieja, pobre, lenta, llena de esas montañas que hay que aplanar según repiten los “científicos del territorio” desde el siglo pasado, sin espacios públicos ni lugares de sociabilidad (plazas, etc.) hasta hace bien poco, con una parte antigua habitada por muchos inmigrantes que conserva las zonas antiguas destinadas a los carruajes (carruggi), laberíntica, llena de pasajes, pasadizos, callejones, etc. Quizá esas características la convertían, como ha apuntado Giorgio Agamben (2001) en un lugar privilegiado de experimentación para el dominio, como Afganistán en cierta forma... (5)
¿A qué se oponía todo ese dispositivo de división, rejas, policías, vallados, etc.? A un movimiento global, que no antiglobalización, cuya característica más importante es su facultad de contaminación social y el contagio entre sus diversas componentes, un rasgo exacerbado en Génova hasta el extremo ante la amenaza policial, una pluralidad articulada de forma inédita, no atomizada, que se opone, explícita o implícitamente, a las estrategias hegemónicas de los sectores más ligados a la vieja política tradicional, el soberanismo, el antiamericanismo y el fantasma de la toma del poder. La manifestación más importante del proyecto de autonomía en el cambio de siglo.
El movimiento obrero con sede en las fábricas del proletariado industrial fue durante mucho tiempo el sujeto privilegiado de la transformación social. Sus ejes principales eran la fábrica, como espacio de lucha por excelencia, y el barrio, como bastión de cultura y comunidad. Hoy esos espacios han estallado diseminándose de modo desigual por todo el territorio metropolitano. La pluralidad articulada de la que hablamos es heredera directa de ese estallido. Esa pluralidad que habla tantas lenguas y que en Génova se daba a sí misma el nombre de “multitud”, igual que el movimiento obrero se pensó y se hizo a sí mismo como “clase”, era lo que se pretendía encerrar y exterminar entre esos gigantescos containers dispuestos en torno a la zona roja por la policía, convertida por unos días en urbanista oficial del imperio, función de la que se encarga ya cotidianamente en ciudades como Los Ángeles.
Tenemos, por un lado, una pluralidad en lucha que reivindica una ciudadanía global que no haga una simple referencia a los tres ejes clásicos del concepto de ciudadano dentro del Estado-Nación: ley, territorio y nacimiento. Esto queda claramente expresado en reivindicaciones como la renta básica, la libertad de circulación y de instalación, etc. Por otro, un poder que desposee de derechos y encoge a los seres humanos hasta hacer de ellos sólo cuerpos desnudos y sometidos. Recordemos que Génova fue un auténtico estado de excepción durante unos días: se cancelaron los derechos más elementales, se torturó con total impunidad, se disparó y se mató (a día de hoy se sabe que la policía disparó 18 veces y que Scajola, ministro del interior, dio la orden de abrir fuego contra cualquier que intentara penetrar en la zona roja al día siguiente del asesinato de Giuliani).
¿Qué se protegía en la zona roja? Curiosamente, un palacio, el lugar oscuro e impenetrable en torno al cual giraban las ciudades-estado orientales, a diferencia de las polis democráticas griegas como Atenas: el Palazzo Ducale, que en su día fue una cárcel y hasta hace poco conservaba las huellas de la infamia tatuadas en sus muros, en forma de inscripciones de los presos. Allí se reunieron Berlusconi y sus invitados. Fue una virtud de los grupos presentes en Génova, y en especial de los Tute Bianche (Monos Blancos), construir la metáfora del asedio de las multitudes al palacio de las élites imperiales mediante unos manifiestos cargados de un lenguaje que evocaba el imaginario medieval del asalto al castillo de los poderosos y la organización de un cortejo, llamado “de la desobediencia civil”, que avanzaba protegido por dispositivos no ofensivos como cascos, escudos, espuma o neumáticos, hacia el muro de la vergüenza que delimitaba la zona roja. La policía destrozó la cabeza del cortejo, sin que mediara agresión alguna, cuando todavía recorría un itinerario legalizado. Muy cerca de allí, en Piazza Alimonda, cayó asesinado Carlo Giuliani.
El París de Haussman reveló a cabezas muy lúcidas como la de Benjamin que el espacio ideal para la gobernabilidad capitalista de la ciudad era aquel que permitía la perfecta circulación de lo idéntico por conductos homogéneos: por eso se construyeron entonces enormes avenidas imposibles de barricar pero que podían ser atravesadas sin problemas por ejércitos y balas de cañón; por eso se destruyeron entonces tantos barrios compuestos de callejuelas, madejas inextricables de pasajes, incómodos para las labores de control y vigilancia. El París de Hausmann hizo visible para cualquiera que, al igual que ocurre con la tecnología, los modos y usos de la ciudad son fundamentalmente políticos y no técnicos ni económicos. En Génova se procedió a la misma operación de destrucción del tejido urbano: suprimir la calle, liquidar laberintos, aplanar montañas. Esta figura del laberinto, por la que apostaron en su día los surrealistas, los situacionistas, Benjamin o Haessel en sus paseos por París y Berlín, reivindica la libertad del espacio desobediente frente al vaciado y la abstracción. Se trata igualmente de una reivindicación de la memoria, que no es ese depósito inalterable de recuerdos manejable a voluntad como a veces creemos, sino un haz de remisiones y evocaciones indisociable de la imaginación, un laberinto imposible de aplanar, vaciar o clarificar del todo (como creyeron en su día los psicoanalistas moldeados por el cientifismo). Una ciudad es, en cierto sentido, una memoria colectiva, una narración coral de sentido.
Por lo tanto, se trataba también de domesticar la memoria, esa otra facultad política por excelencia como pudo demostrar en su día Hannah Arendt. En ese sentido, Génova fue también un símbolo donde se entrecruzan muchas tendencias generales. Richard Sennet ha analizado, por ejemplo, la disposición del espacio urbano en relación con el trabajo precario emergente. La reestructuración permanente de las empresas, la flexibilidad, precisan de espacios neutros, abstractos, que se puedan reconfigurar de manera constante al ritmo endiablado de las necesidades de acumulación flexible de capital. Así, “los logros de una historia compartida, o de una memoria colectiva, se borran ante la neutralidad de los espacios públicos modernos. El consumo estandarizado va contra las referencias locales, así como el nuevo lugar de trabajo mina la memoria interiorizada, compartida por los trabajadores” (6). También los muros dispuestos en Génova permitían una reconfiguración permanente del espacio: bastó mover unos metros los containers que protegían la zona roja la noche antes de la muerte de Carlo Giuliani para que los manifestantes que recorrían un itinerario legalizado se volviesen todos de pronto criminales. Imagen exacta de las nuevas formas de gobierno en/de la excepcionalidad y la gestión just in time del desorden.
Y la memoria fue a lo que echaron mano algunos genoveses para escapar de la policía: un amigo italiano contaba que mientras era perseguido por los carabinieri tuvo el súbito y feliz recuerdo de un pasaje recorrido una y mil veces durante la infancia que le ayudó a sortearles. Y la memoria es lo que reivindican los genoveses que exigen que la Piazza Alimonda, donde mataron a Carlo Giuliani, lleve su nombre: “Piazza Carlo Giuliani, ragazzo”, piden que llame. Y es la memoria, convertida en relato, lo que circula por mil voces que cuentan a la vuelta de Génova, a sus amistades, a los conocidos y a desconocidos, en todos los soportes que la narración política puede reapropiarse, la experiencia del miedo y de la fuerza colectiva, del arrojo y la rabia. Mediante esa autorrepresentación abierta y múltiple, no sólo se preserva la memoria para que el tiempo no pueda abolir las obras de los mortales, como hace veinticinco siglos y por las mismas razones, sino que también se elabora la experiencia y se contagia tentando a la acción a quien escucha. Precisamente para intimidar a los que dan testimonio y hacen pública la narración política del movimiento global, Berlusconi ordenó hace poco tiempo registrar algunos locales de la “Asociación Democrática de Abogados”, presentes en Génova para vigilar la vulneración de derechos constitucionales, y de Indymedia Italia, la red alternativa de comunicación, supuestamente en busca de un material secreto sobre las jornadas de Génova que en los dos casos se había hecho público de diferentes formas hacía ya tiempo.
En este mundo que vuelve a tanta gente superflua, las guerras se dirigen siempre en primer lugar precisamente contra la población superflua que se desplaza huyendo de la opresión y la miseria: los inmigrantes, refugiados de la guerra económica. No es casual que la primera manifestación en Génova se convocase a favor de los derechos de circulación y de instalación, por una Europa sin fronteras. Pero no había muchos inmigrantes en esa manifestación. El motivo era muy simple: la parte vieja de la ciudad, donde vive una mayoría, corazón de la futura zona roja, fue “limpiada” por la policía muchos días antes de la cumbre. Se “invitó” por todos los medios imaginables a los inmigrantes a desaparecer, expulsándolos de esas grietas materiales y legales en las que habitan. Es preciso militarizar la ciudad para combatir cualquier atisbo de reapropiación duradera y a los “agentes” de toda “contaminación” e “impureza”: los que vienen de lejos... Ahora se piensa convertir el Centro de Detención Bolzaneto, ese lugar sin derecho (¡ni siquiera una cárcel!) donde se torturó a tanta de la gente detenida durante esos días, en otro centro de retención de inmigrantes, el nombre que llevan ahora los viejos campos de concentración de deportados, de los que tachonan una Europa en la que todavía muchos piensan construir un espacio sin pueblo.
Referencias Bibliográficas:
Agamben, Giorgio (2001) “Génova y el nuevo orden mundial”, Archipiélago, número 49, noviembre-diciembre 2001
Améry, Jean (2001) Más alla de la culpa y la expiación Pre-textos; Valencia
Fernández-Savater, Amador (1999) “Tiempo y espacio de la acción”, en Filosofía y acción Ed. Límite; Santander
Notas:
1. Este texto prolonga algunas observaciones sobre ciudad y política que se pueden encontrar en Fernández-Savater (1999). Algunas notas me sirvieron, primero, para una charla en la universidad de Granada, en abril del año 2001, invitado por los profesores José María Romero y Rafael De Lacour. El texto fue luego publicado en Ecología y ciudad (El Viejo Topo, 2003), un libro coordinado por Teresa Arenillas.
2. Rodríguez, Emmanuel Orcasitas: historia de un barrio obrero, (no editado).
3. Petrillo, Agostino “Genova, ovvero la settimana delle meraviglie”. Saldrá publicado próximamente en un número de la revista italiana Deriveapproddi.
4. Pueden consultarse sobre esto los contenidos on line de la revista Desobediencia Global: http://www.sindominio.net/unomada/desglobal.
5. En ese sentido, puede leerse Quadruppani, Serge “Imperio y multitudes. Notas críticas sobre el libro de Toni Negri y Michael Hardt”. Puede encontrarse en: http://www.sindominio.net/guerra.
6. No conservo de este texto sobre trabajo precario y ciudad más referencia que la de su aparición en la versión castellana de Le Monde Diplomatique.

No hay comentarios:

Publicar un comentario